Bebida, sexo y blasfemias: así fue el pontificado de Bonifacio VIII
Entre el lujo, los excesos y la blasfemia, Bonifacio VIII pasó a la historia como uno de los papas más polémicos y escandalosos de la Edad Media. Su vida privada y su actitud hacia la fe causaron un terremoto moral en la curia romana.
Papas Historia del cristianismo
En la historia del papado hay figuras veneradas y otras que la Iglesia preferiría que quedasen en el olvido.
Bonifacio VIII, que ocupó la silla de San Pedro entre 1294 y 1303, pertenece sin duda al segundo grupo. Mientras gobernaba la Iglesia, cultivó todos los placeres que Roma podía ofrecer e hizo gala de un cinismo religioso que resulta asombroso incluso para los estándares de la época.
Lejos del ideal de austeridad y devoción,
su pontificado quedó marcado por lujo, excesos, amantes y blasfemias. Sus días estaban llenos de banquetes, vino y ostentación, hasta el punto de que en una ocasión golpeó a su cocinero por servirle “solo” seis platos… en un día de ayuno. Se vestía con telas finísimas, coleccionaba amuletos que eran por sí solos objetos de lujo y hasta se hizo fabricar unos dados de oro para jugar.
En el terreno de los placeres sexuales, Bonifacio VIII no se privaba de nada. Tenía amantes a mansalva, tanto hombres como mujeres, y una de sus relaciones más comentadas fue con una mujer casada y la hija de esta… al mismo tiempo. Las acusaciones de pederastia circulaban con fuerza, y él mismo las despachaba con un desprecio absoluto hacia la moral cristiana: decía que “darse placer a uno mismo, con mujeres o con niños, es un pecado tan insignificante como frotarse las manos”.
Sin respeto por Dios ni por los mortales
Pero lo que más escandalizaba no eran sus costumbres, sino su irreverencia hacia la fe que supuestamente debía representar.
Bonifacio VIII negaba principios centrales del cristianismo sin pudor: la divinidad de Cristo, la inmortalidad del alma o la virginidad de María. Consideraba que “solo los imbéciles pueden creer en tales estupideces”, mientras que “las personas inteligentes deben fingir devoción pero razonar por sí mismas”.
Este desprecio abierto por el dogma alimentó su fama de blasfemo. Pero
Bonifacio parecía no temer nada, ni siquiera al juicio divino: según él, como no creía en el más allá, no tenía cuentas que rendir ante nadie. Su carácter era igualmente explosivo en la política: se enfrentó duramente con Felipe IV de Francia, intentando reafirmar la autoridad papal sobre los reyes cristianos, y esa lucha acabaría sellando su final.
Para ser justos, su falta de respeto hacia lo divino era un reflejo de su falta de respeto en general y no se cortaba ni ante sus correligionarios. En una ocasión, a un capellán que imploraba ayuda de Jesucristo le gritó: “¡Idiota, Jesús fue un hombre como nosotros! Si no pudo salvarse a sí mismo, ¿cómo va a salvarte a ti?”.
Muchos lo odiaban, pero su carácter volcánico intimidaba a la mayoría.
Sin embargo, no todos se dejaban amilanar y alguno que otro incluso se atrevió a devolverle el golpe, en sentido literal. Uno de los episodios más famosos de su vida fue la célebre “bofetada de Anagni”: un miembro de la familia Colonna, con la que estaba enemistado por rivalidades políticas,
abofeteó a Bonifacio en su propio palacio pontificio.
Su muerte, el 11 de octubre de 1303, fue el digno epílogo de un carácter indomable. Ni la agonía lo suavizó:
en su lecho de muerte siguió maldiciendo, insultando y amenazando a quienes lo rodeaban, fiel a sí mismo hasta el final. Murió como había vivido, blasfemando, dejando tras de sí una reputación de papa irreverente, hedonista y escandaloso que alimentó durante siglos la mala fama del papado.