«Soy orientadora educativa fija, cobro 2.000 euros al mes y no tengo deudas. Pero no puedo comprarme un piso.
Vivo con mis padres, cobro 32.000 euros al año y no me da para una vivienda ¿Si yo no puedo, quién puede?». Esa amarga pregunta es la que tiene atrapada a Ana María Perez, de 32 años o a Ana Palencia, de 27, que están entre el 10 % de los jóvenes que más cobran, pero que no pueden permitirse lo más básico: un techo en condiciones dignas.
Son una muestra de la juventud que «mejor» está económicamente. «
Por una parte me siento una privilegiada, porque recién acabada la carrera con 22 años ya cobraba un sueldo alto y ninguno de mis amigos trabajaba. Pero al mismo tiempo es frustrante ver que no puedo vivir sola. Vivo en esa dualidad», explica Palencia, enfermera. Ni abogadas, ni sanitarias, ni docentes pueden ya permitirse acceder a una vivienda digna, algo que parece estar reservado para unos pocos (y adinerados) elegidos.
El precio de la vivienda en València ya
ha roto el techo de la burbuja y encadena varias subidas trimestrales pocas veces vistas.
Alquilar una habitación en la ciudad cuesta lo mismo que un piso entero hace 5 años. Mientras tanto, los salarios, lejos de crecer, han ido perdiendo poder adquisitivo. Ingredientes de un cóctel fatal que afecta como una apisonadora para la salud mental de los jóvenes. «Te tiras todo el día fuera, 40 horas a la semana, fija y en un empleo bien pagado, pero no tienes para costearte un techo digno. Al final acabas preguntándote ¿Para qué trabajo?», lamenta Ana María.