El conflicto palestino-israelí, uno de los enfrentamientos geopolíticos más prolongados y complejos de la historia moderna, tiene sus raíces en las maniobras diplomáticas y estratégicas de las potencias coloniales durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). En particular, las promesas contradictorias realizadas por Gran Bretaña a árabes y judíos respecto al territorio de Palestina, entonces bajo control del Imperio Otomano, desencadenaron una disputa que aún persiste.
A principios del siglo XX, Palestina formaba parte del Imperio Otomano, que la había controlado desde el siglo XVI. Este territorio, de gran importancia religiosa para judíos, cristianos y musulmanes, se convirtió en un punto estratégico durante la Primera Guerra Mundial, cuando el Imperio Otomano se alió con las Potencias Centrales (Alemania y Austria-Hungría) contra los Aliados, liderados por Gran Bretaña y Francia. Con el objetivo de debilitar a los otomanos y consolidar su influencia en el Medio Oriente, Gran Bretaña llevó a cabo una serie de negociaciones que resultaron en compromisos incompatibles con dos grupos distintos: los árabes y los judíos.
El 2 de noviembre de 1917, en plena guerra, el ministro de Asuntos Exteriores británico, Arthur Balfour, envió una carta a lord Lionel Walter Rothschild, un prominente líder de la comunidad judía británica. Esta misiva, conocida como la Declaración Balfour, expresó el apoyo del gobierno británico a la creación de un "hogar nacional" para el pueblo judío en Palestina. La declaración, aunque breve, tuvo un impacto monumental. Afirmaba: "El gobierno de Su Majestad ve con simpatía el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la consecución de este objetivo, quedando claramente entendido que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina".
El objetivo de esta declaración era múltiple. Por un lado, Gran Bretaña buscaba ganarse el apoyo de las comunidades judías, especialmente en Estados Unidos y Rusia, para fortalecer la causa aliada. Por otro, debilitar al Imperio Otomano, que controlaba Palestina, al fomentar el movimiento sionista, que abogaba por el establecimiento de un estado judío. Sin embargo, la Declaración Balfour no especificaba qué significaba un "hogar nacional" ni cómo se conciliaría con los derechos de la población árabe mayoritaria en Palestina, que representaba alrededor del 90% de los habitantes en ese momento.
Dos años antes, en 1915, Gran Bretaña había realizado otra promesa que chocaría directamente con la Declaración Balfour. Henry McMahon, alto comisario británico en Egipto, mantuvo una serie de cartas con Husayn ibn Ali, jerife de La Meca y líder de la familia hachemita. En esta correspondencia, conocida como McMahon-Husayn, Gran Bretaña incentivó a los árabes a rebelarse contra el dominio otomano, prometiendo a cambio el reconocimiento de un estado árabe independiente que abarcaría desde Arabia hasta Siria, incluyendo explícitamente a Palestina.
La correspondencia fue ambigua en algunos puntos, especialmente en los límites exactos del territorio prometido. Sin embargo, los árabes, liderados por Husayn, interpretaron que Palestina estaba incluida en el acuerdo. Con esta promesa, los árabes lanzaron la Revuelta Árabe (1916-1918), que debilitó significativamente al Imperio Otomano y contribuyó a la victoria aliada en la región. Para los árabes, esta rebelión fue un paso hacia la autodeterminación; para Gran Bretaña, un medio para avanzar sus intereses coloniales.
Mientras Gran Bretaña hacía estas promesas a judíos y árabes, negociaba en secreto con Francia un plan para dividir el Medio Oriente tras la guerra. El Acuerdo Sykes-Picot, firmado en 1916, estableció que, una vez derrotado el Imperio Otomano, Francia controlaría Siria y Líbano, mientras que Gran Bretaña tomaría Iraq, Jordania y Palestina (incluyendo lo que hoy es Israel). Este acuerdo contradecía directamente las promesas hechas a los árabes y, en menor medida, a los judíos, ya que ni unos ni otros obtendrían la soberanía plena sobre Palestina. En cambio, el territorio quedaría bajo un mandato británico, una forma de administración colonial sancionada por la Sociedad de Naciones tras la guerra.
Cuando finalizó la Primera Guerra Mundial en 1918, el Imperio Otomano colapsó, y Gran Bretaña y Francia implementaron el reparto acordado. Palestina quedó bajo el Mandato Británico (1920-1948), un período marcado por tensiones crecientes entre la población árabe y los inmigrantes judíos, cuyo número aumentó significativamente debido al apoyo británico al proyecto sionista. Los árabes, que esperaban un estado independiente, se sintieron traicionados al ver que Palestina no solo no sería parte de un estado árabe, sino que estaba destinada a convertirse en un hogar judío. Por su parte, los judíos, impulsados por el movimiento sionista, comenzaron a establecerse en mayor número, lo que generó temores entre los árabes de perder el control de su tierra.
La administración británica, atrapada entre sus promesas contradictorias y sus propios intereses imperiales, no logró conciliar las aspiraciones de ambos grupos. Las tensiones derivaron en enfrentamientos violentos durante el mandato, como los disturbios de 1929 y la Revuelta Árabe de 1936-1939. Estas disputas sentaron las bases del conflicto palestino-israelí, que se intensificó tras la creación del Estado de Israel en 1948 y la subsiguiente guerra árabe-israelí.