Primavera Sound Madrid 2023: Depeche Mode se hacen eternos una vez más
La banda demuestra en el festival que sus ganas de gustar y no defraudar la mantienen viva.
Ha habido tanto ruido esta semana alrededor de la llegada a la ciudad de este circo que, incluso padeciendo uno más de dos horas de trayecto hasta la Ciudad del Rock de Aranda del Rey, entre atascos, accidentes y perturbadoras visiones de personas cruzando autopistas a pie, orinando en olivos o sentadas en el arcén al lado de un coche averiado —todo un poco
The Last of Us—, se podía aparecer en el recinto del festival sin saber exactamente qué iba a ver. ¿Barro? Ni rastro. La promesa de ver el festival colapsar o renacer opacaba lo que el evento iba a musicalmente ofrecer. En esta era vivimos.
Unos minutos antes de las diez de la noche, pues, Dave Gahan y Martin Gore, acompañados de reemplazos del recientemente finado Andy Fletcher saltaban al escenario al son de
My Cosmos is Mine, el corte que abre su último y sorprendentemente brillante disco,
Memento mori. El corte, tan áspero e incómodo como brillante, sonaba mientras el sol se ponía en este rincón de la Comunidad de Madrid. Con las pantallas apagadas y el rugoso sonar de los teclados, la banda se presentaba como esa entidad intrínsecamente relacionada con la muerte en que llevan convirtiéndose con éxito desde que su líder, Gahan, estuviera muerto durante tres minutos a mediados de los noventa.
Mientras el diálogo sociogeneracional avanzaba de la mano de cuarentones emocionados y veinteañeros que han estudiado —con regulares resultados— los
looks del festival Coachella, Depeche Mode seguía a lo suyo, repicando un impecable
setlist en el que se trufaban temas actuales como el brillante sencillo
Ghosts, o una agresiva y bien resuelta interpretación en
Walking in My Shoes, integrante de la memorable trilogía de blues digital que conforman
I Feel You y
Personal Jesus. Con un Gahan convertido en una suerte de vampiro torero, con su chaleco, su cara ya ajada pero extremadamente atractiva y, sobre todo, con una expresión corporal cuya flexibilidad parece haberse mantenido intacta desde aquel lejano 1988, la banda desgranaba
hits como
It’s no Good o
A Pain That I Am Used To, un tema presentado a través de la mezcla del mismo que hizo Jacques Lu Cont, y que fue de lo mejor de la noche, recordándonos que la banda más ochentera del mundo, logró sobrevivir a los noventa e incluso florecer en los dosmiles.
Para el final, el chorro de
hits que a cualquier clásico se le pide y con el que es capaz de arreglar incluso las noches malas.
Enjoy the Silence o
I Can’t Get Enough son tan grandes que podríamos usted y yo subir al escenario a interpretarlas en vez de ellos y el público seguiría enloqueciendo. El trabajo de Depeche Mode está hecho desde hace ya décadas, pero lo que les mantiene vivos y, sobre todo, más vivos que sus coetáneos, son sus ganas de gustar y su terrible pánico a defraudar. Esto, que en otras bandas clásicas redunda en complacencia y un espíritu un poco de acampada para padres de alumnos, en el suyo es un empecinamiento que da esperanza a sus coetáneos —podemos envejecer como ellos— y se gana el respeto de las generaciones posteriores.
Nunca pasa nada, incluso cuando tardas tres horas en llegar y alguien te cuenta que el concierto se retrasó porque cierta presidenta autonómica, fan con tatuaje de la banda, estaba atrapada en un atasco. No pasa nada hasta la muerte, que nos iguala a todos, menos a Depeche Mode. A ellos les sienta genial. Esta ha sido la primera de sus últimas veces. Pero nadie sabe coreografiar un final como ellos. Llevan tres décadas practicando.
Depeche Mode regaló un delicioso principio de final, el que ya le aguarda a los grandes de los ochenta —los macrofestivales se han convertido en el lugar en el que se escenifica el cruel y a veces caprichoso paso del tiempo y de las modas—