Iba a poner solo el enlace pero luego me regaña
@Gavira 
así que lo voy a poner entero. Es un poco ladrillo pero agrada ver que no estamos solos, ni locos, ni tenemos porqué sentir el síndrome de Estocolmo cuando entramos en una ZBE.
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2025-10-10/totalitarismo-zbe-articulo-javier-benegas/
Si usted, querido lector, busca un descanso del agotador sanchismo cotidiano, este artículo se lo proporcionará. Pero no espere hallar la paz que seguramente ansía, porque el virus del totalitarismo que corroe la política española no se limita a un partido ni a un presidente.
Lo que Pedro Sánchez encarna en la política nacional –la degradación institucional, el desprecio a la ley, la manipulación de la realidad mediante cortinas de humo– se ha hecho carne en otras muchas instancias, sean del signo político que sean.
No solo el presidente del Gobierno se pasa por el arco del triunfo la Constitución: muchos gobiernos locales y alcaldes también lo hacen, y
el ejemplo más alarmante es la sistemática desobediencia de las sentencias que ponen en entredicho las Zonas de Bajas Emisiones (ZBE).
El artículo 103 de la Constitución no deja resquicio a la duda: las autoridades están obligadas a suspender cautelarmente toda ordenanza cuya legalidad esté cuestionada. Y
el artículo 9.3, que consagra el principio de legalidad,
fue concebido precisamente para impedir que el poder actúe tal y como demasiadas autoridades locales lo hacen con la imposición de las ZBE.
En base a estos dos artículos clave,
los alcaldes que insisten en mantenerlas están actuando contra la Constitución. Y puesto que lo hacen a sabiendas, porque conocen las resoluciones judiciales y sin embargo las ignoran deliberadamente, están cometiendo un delito con responsabilidad personal ante los tribunales.
Jerga legal, basura argumental
Las Zonas de Bajas Emisiones no son una política ambiental. Son otra manifestación del totalitarismo transversal que se extiende sin freno por España y Europa. Un poder que se siente autorizado a imponer, sancionar y restringir sin justificar nada, convencido de que sus atribuciones –porque
ellos lo valen– están por encima del derecho.
Como todo poder que se cree impune, se adorna con tecnicismos para colar su arbitrariedad.
En este sentido, el recurso del Ayuntamiento de Madrid contra la ejecución provisional de la sentencia que anula parcialmente la Ordenanza de Movilidad Sostenible y las Zonas de Bajas Emisiones (ZBE) es un monumento a la mala fe institucional. Redactado con la soberbia del que se cree impune, pretende maquillar con tecnicismos lo que en realidad es un grosero desacato. Firmado con solemnidad por la letrada jefa del servicio contencioso,
es un ejemplo magistral de lo que podríamos llamar «tecnocracia mística». Ni Kafka habría redactado un texto semejante.
El documento solo contiene una premisa verdadera: que la sentencia contra las ZBE no es firme.
A partir de esa única certeza, todo es puro disparate, una alucinación que bascula entre la desfachatez y la desesperación. Durante páginas y páginas, el Ayuntamiento cita artículos de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (LJCA), sentencias del Supremo y hasta directivas europeas sobre calidad del aire, como si el exceso de citas pudiese disimular la ausencia total de pruebas empíricas.
La religión burocrática no necesita pruebas, solo liturgia. No argumenta: hace imposición de manos. Quizá así se explique que
en todo el documento no haya ni un solo dato sólido que acredite la magnitud real del supuesto daño que el automóvil particular causa a la salud de los madrileños. No se aportan estudios clínicos locales, ni cifras de mortalidad atribuibles directamente a las emisiones de vehículos privados, ni comparativas que permitan aislar su efecto respecto al transporte público, la industria o las propias calefacciones domésticas. Sólo se repiten valores abstractos –10 microgramos, 25, 40, 200– como si invocar una letanía de números de la OMS tuviera un poder taumatúrgico. Y, sin embargo, el Ayuntamiento se atreve a sentenciar, suplantando al propio tribunal, que suprimir las ZBE tendría «efectos sobre la salud».
El fetichismo de la contaminación
El razonamiento que vertebra todo el documento es de una zafiedad apoteósica: como el NO₂ es «nocivo» y el tráfico genera NO₂, ergo hay que restringir el tráfico.
Aplicado con el mismo entusiasmo lógico, ese principio podría justificar casi cualquier prohibición imaginable. Por ejemplo, prohibir cocinar en casa, porque incluso las cocinas eléctricas más modernas producen emisiones de partículas finas, formaldehídos y compuestos nitrogenados en cantidades muy superiores a las del aire exterior en los días más contaminados. Esto sí está medido y publicado en revistas científicas, no en panfletos institucionales. O prohibir las obras públicas, que tanto gustan a los gerifaltes de nuestras ciudades, porque el hormigón, las demoliciones y el polvo de sílice sí que causan enfermedades respiratorias graves. O limitar el transporte público, que pese a su aura ecológica genera contaminación en abundancia: las líneas de Metro, por ejemplo, producen toneladas de polvo metálico al frenar los trenes, polvo cargado de partículas ferrosas y de carbono, y con cada reforma o mantenimiento de las líneas y estaciones se liberan en el aire toneladas de nuevos contaminantes.
Si aplicáramos es lógica «moral», habría que prohibir el Metro, los autobuses, las cocinas domésticas y las obras municipales.
La ironía es que el propio recurso admite que eliminar las ZBE supondría un aumento de emisiones de óxidos de nitrógeno de apenas el 10,6 % del tráfico rodado, y puesto que, a su vez, el tráfico rodado representa sólo el 39% del total de emisiones urbanas, en el mejor de los casos,
la medida afecta sólo a un 3% de la contaminación total de Madrid. En cualquier otro contexto, esa cifra sería considerada peor que marginal. En cambio, en el templo verde de la burocracia, se eleva a la categoría de catástrofe ambiental.
Moral de plástico
Como invocar el apocalipsis atmosférico no era suficiente, el Ayuntamiento recurre a otro argumento mucho más revelador: los costes económicos de desmontar las ZBE. El recurso detalla, con la precisión de un contable al borde de un ataque de nervios, cuánto costaría «cubrir las señales con lámina plástica temporal» (13,30 euros por unidad) o cortar calles (1.946,92 euros cada una). Añade cálculos sobre el «mantenimiento del sistema de cámaras», «gastos de comunicación postal y SMS» y «compensaciones por inversiones no amortizadas». En total: 19,4 millones de euros.
Es decir, el propio engendro administrativo se erige en la mejor excusa para perpetuarse: «Ya que nos ha costado tanto crear este infame tinglado, sería un desperdicio quitarlo».
El dogma ambiental se convierte así en pura autoconservación burocrática. La contaminación ya no está en el aire: está en el sistema administrativo.
Pero el párrafo más grotesco del documento no es jurídico ni económico, sino moral. En un alarde de cinismo, la Asesoría Jurídica sostiene que «los más vulnerables no son los que cuentan con un vehículo en propiedad», porque mantener un coche «cuesta entre 8 y 14 veces más que usar el transporte público».
Se consuma así la mala fe argumental: confundir el coste de tener un coche con la capacidad de sacrificio de quien lo necesita.
Millones de madrileños usan su coche no por lujo, sino porque no tienen alternativa real. Porque los autobuses no llegan, porque trabajan de noche, porque cada día hacen numerosos trayectos, porque viven donde el metro se acaba y el taxi no llega. Pero para el Ayuntamiento, esos ciudadanos no son vulnerables; son culpables.
En el nuevo catecismo municipal, el conductor es el hereje moderno. Puede pagar el IBI, la tasa de basuras, el IRPF sin deflactar, el IVA, las disparatadas cotizaciones sociales, incluso un seguro médico privado porque la sanidad pública ya no es lo que era, pero jamás podrá redimirse del pecado original del tubo de escape.
La mentira estructural
Lo más grave, sin embargo, no es la falta de pruebas ni la infumable hipocresía moral, sino la traición política y jurídica.
Recordemos que Madrid Central –la primera versión de las ZBE– nació bajo un gobierno que prometió «salvar el planeta desde la Gran Vía», pero que no midió ni una sola variable con el mínimo rigor. Y que el alcalde actual, elegido por su promesa de revertir ese modelo, no solo lo mantuvo, sino que lo amplió y lo endureció, cambiándole, eso sí, el nombre para poder gobernar como un comunista sin que se notara demasiado. «¡Comunismo o libertad!» era el lema que marcaba diferencias en aquellas elecciones. Pues toma, dos tazas de Marx.
El desacato sistemático no demuestra el celo de un consistorio responsable, sino el miedo de un poder que no soporta que se le contradiga.
Por eso recurre a una avalancha de tecnicismos procesales, confiando en que la complejidad del lenguaje enterrará la verdad judicial. En vez de asumir la sentencia y corregir los abusos, el Ayuntamiento se parapeta en la vieja trinchera del «no se puede porque es irreversible», cuando en realidad lo irreversible es el deterioro del Estado de derecho cuando los políticos, sean del signo que sean, pueden mentir impunemente.
El «aire limpio» como pretexto de control
El debate sobre las Zonas de Bajas Emisiones trasciende con mucho la ciudad de Madrid.
Lo que empezó como un experimento de ingeniería social en la capital se ha propagado –como una moda burocrática– por Barcelona, Gijón, Ávila, Segovia, Badajoz, Santa Cruz de Tenerife y otras muchas ciudades, casi todas hoy acorraladas en los tribunales por la misma razón: aprobar ordenanzas sin memoria económica, sin estudios técnicos rigurosos y, sobre todo, sin respeto por los derechos fundamentales de los ciudadanos. El patrón se repite con precisión enfermiza: se legisla primero, se justifica después y, cuando el juez anula la norma, se presenta como un obstáculo «negacionista» al progreso verde.
Las ZBE son, en realidad, la punta de lanza de una nueva forma de gobierno moral, una en la que las libertades se regulan bajo el pretexto sanitario o climático. Hoy se prohíbe circular; mañana se limitará viajar, consumir carne o calentar el hogar a cierta temperatura. Siempre con la misma coartada: «Es por tu bien». Y quien se oponga será acusado de insolidario, negacionista o, directamente, criminal.
En nombre del «aire limpio» se está imponiendo una ingeniería social sin precedentes, donde el ciudadano se convierte en sospechoso y el Estado en vigilante de su libertad condicional. La vieja distopía ecológica de los años setenta ha encontrado en Bruselas su laboratorio ideal, y en los ayuntamientos su red de experimentación política.
Ya no se trata de proteger el medio ambiente, sino de controlar la movilidad, el consumo y la conducta bajo un relato distópico de salvación colectiva.
La movilidad es una extensión básica de la libertad. El derecho a desplazarse, a trabajar, a elegir dónde vivir o cómo circular, forma parte del núcleo del concepto de ciudadano. Y conviene recordarlo: el ciudadano no recibe sus derechos del Estado; el Estado se los reconoce, porque esos derechos le pertenecen por naturaleza. Esa es la diferencia esencial entre un ciudadano y un súbdito: el primero posee derechos innatos que el poder tiene la obligación de respetar; el segundo depende de permisos que el poder concede o retira a voluntad.
Convertir la movilidad en un privilegio condicionado por etiquetas ambientales es, por tanto, retroceder del ciudadano al súbdito. Es negar la raíz misma de la libertad civil y sustituirla por un sistema de licencias morales.
Hoy, en Madrid y en cada vez más ciudades de España, se puede afirmar sin exagerar lo más mínimo que la movilidad es la nueva barrera de entrada que una autoerigida élite impone a los «no ricos». Pero lo más inquietante no es la prohibición, sino la docilidad con la que demasiados la aceptan, convencidos de que cualquier abuso es legítimo si sirve al envenenado concepto de «bien común».
Lamentablemente, cuando la obediencia se disfraza de virtud, la libertad se evapora con la misma facilidad que un litro de gasolina derramado en el asfalto.
Polución política
El recurso del Ayuntamiento no busca justicia: busca ganar tiempo y mantener el control del tinglado… y del relato. Detrás de sus impertinentes citas jurídicas y sus patéticas tablas de costes (en los libros de texto de la ESO se elaboran infinitamente mejor) se esconde una actitud profundamente totalitaria: que el ciudadano es incapaz de decidir por sí mismo y necesita ser guiado, multado y educado reglamento en mano. Pero si el criterio supremo es «protegernos de todo lo que pueda hacernos daño» entonces que prohíban las cocinas, los frenos del Metro, los megaproyectos municipales y todo cuanto genere polución. ¿Salud?, ¿de qué salud me habla usted? Lo que acorta la vida de las personas, lo que las mata –o las entierra en vida–, mucho antes que el NO₂, es el abuso de poder.
No se deje engañar por la falsa moral.
Las ZBE poco o nada tienen que ver con la salud. Son el instrumento perfecto para blindar un modelo infame: zonas amuralladas con cámaras y multas, donde la movilidad, la actividad económica y hasta el aire son un privilegio administrativo. Dentro, el residente ecológicamente homologado disfruta de su burbuja de pureza; fuera, todos son bárbaros motorizados.
Aquí llegamos a la gran pregunta.
¿A quién beneficia convertir las ciudades en parques temáticos para las élites urbanas? Casualmente, en cada barrera, cámara, contrato de mantenimiento y plataforma tecnológica, asoma un beneficiario privado:
concesionarias, consultoras, párkings de pago, alquiler de bicicletas y motos eléctricas, empresas de sensorización o cobro automatizado. Todo un entramado que vive de la restricción.
No es descabellado preguntarse –más bien sería ingenuo no hacerlo– si parte de ese ecosistema económico no termina lubricando las campañas de los mismos alcaldes que lo promueven.
El ecologismo burocrático es, además de una religión, una industria subvencionada. Sin olvidar, claro está, que
las multas por ZBE se han convertido en una de las principales partidas sancionadoras del Ayuntamiento. Se estima que la recaudación total por multas de tráfico (todas las infracciones) superó los 370 millones de euros en 2024, con fuerte peso de las ZBE (170 M€). ¿Qué importa, pues, el enorme daño económico y social si políticos y burócratas aseguran sus puestos y salarios, y un puñado de privados se llenan los bolsillos?
No, querido lector, la contaminación más peligrosa no es la que emite un modesto automóvil diésel de 2003, sino l
a que exhalan quienes nos prohíben conducir por nuestro bien, mientras convierten las ciudades en franquicias cerradas con las que repartirse puestos y contratos.